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Wednesday, April 16, 2025
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Kilmar Abrego, el primer desaparecido de Donald Trump

Oops, too late…” Qué pena, demasiado tarde. Fue Nayib Bukele – actual presidente constitucional y pronto, nadie lo duda, presidente “de por vida” de la República de El Salvador – quien pronunció, más aún, quien entregó por escrito a las redes sociales, hace días, estas palabras con muy evidentes acentos sardónicos. Destinatario del mensaje: obviamente el mundo entero, pero más particularmente el juez federal estadounidense que, horas antes, había tenido la audacia de bloquear, con una sentencia que señalaba su absoluta inconstitucionalidad, la primera gran deportación de inmigrantes ilegales, o presuntos, por Trump espectacularmente preparada en dirección al CECOT, el Centro de Confinamiento para Terroristas, situado en Tecoluca, no lejos de San Salvador, la capital del pequeño país centroamericano. Sentido del mensaje: un burlesco “te jodimos”. Los deportados están en nuestras manos y, a pesar de las leyes y todas las buenas intenciones, nunca volverán a ver la luz del sol…

Esto es lo que escribió Bukele. Y vale la pena empezar precisamente por aquí – desde esta especie de macabro “marameo” – para analizar el trumpismo en su más esencial, profunda sustancia. O, más exactamente: para entender, más allá de la política y de la lógica de las relaciones internacionales, lo que, en términos de valores humanos, representa realmente, en el inmediato y en la perspectiva, la presidencia de Donald J. Trump.

Un pequeño paso atrás para aclarar el contexto. Mejor dicho, para contar lo que es el CECOT, cómo y por qué nació y de qué manera se ha convertido en estos últimos años en la joya de la corona de Nayib Bukele, el joven presidente de El Salvador que hoy, burlándose de sus críticos, le gusta definirse como “el dictador más cool” del planeta. En 2019, Bukele ganó la carrera presidencial sobre la base de una plataforma de genérica “modernidad” llamada a romper con la corrupción y la ineficiencia – ineficiencia especialmente en materia de seguridad – de la democracia bipartidista que, en los ’90, salió de los largos y sangrientos años de la guerra civil (por un lado los ex guerrilleros del FMLN y por otro ARENA, la fuerza política que movió, bajo la protección de Estados Unidos, los infames escuadrones de la muerte). Bukele tenía frente a si un pueblo de hecho controlado por las llamadas “pandillas”, o “maras”. O sea: por bandas criminales – esencialmente dos: La Mara Salvatrucha y el Barrio 18, ambas generadas por otros procesos de deportación de inmigrantes de Estados Unidos – que garantizaban a El Salvador un triste récord mundial: el del mayor porcentaje de homicidios en relación a la población, trágicamente fruto de una criminalidad difundida que – entre prostitución, extorsión y violencias de todo tipo – de hecho hacía la vida en El Salvador un verdadero infierno.

01-12-2020 El presidente de El Salvador, Nayib Bukele POLITICA CENTROAMÉRICA EL SALVADOR CENTROAMÉRICA LATINOAMÉRICA INTERNACIONAL MARVIN RECINOS/AFP/PARA EF / ZUMA PRESS / CONTACTO

Después de haber intentado en vano la vía de la negociación con “las maras” – cosa que Bukele hoy niega, pero que está ampliamente documentada – el nuevo presidente cambió repentinamente política. Y lo hizo, todos le reconocen, con gran eficiencia y con resultados espectaculares. En menos de un año, Bukele ha anulado todas las garantías legales en nombre de una “emergencia” indiscutible. Pero también ha – como él no se cansa de repetir – transformado el país de teatro de una carnicería diaria, en un lugar donde la gente podía “vivir sin miedo”. Y por eso, se ha convertido en un gran competidor- solo la mexicana Claudia Sheinbaum compite por el primer puesto – el jefe de estado más popular de América Latina, tal vez del mundo.  ¿Cómo llegó Bukele a esto? Decretando, precisamente, un permanente “estado de emergencia” que le garantizó plenos poderes. Y usando estos plenos poderes para organizar, utilizando el ejército, redadas masivas dondequiera que se asediaran las prepotencias y las “guerras territoriales” de las “maras” (es decir: en todas partes). Todo esto borrando el antiguo sistema carcelario (completamente controlado por las maras) y sustituyéndolo en tiempo récord con una nueva mega-cárcel de máxima seguridad.

Es posible que – como muchos sostienen – las estadísticas proporcionadas por el gobierno salvadoreño sean edulcoradas con fines propagandísticos. Pero es un hecho indiscutible que, reinando Bukele, todos los rincones de El Salvador se han convertido, como casi todos atestiguan, en lugares de relativa seguridad. Así como es un hecho que, gracias a esta transformación, Bukele ha conquistado el amor de una gran mayoría de la población, razón por la cual, hace un año, volvió a ganar por gran margen una segunda contienda presidencial a la cual – según la letra de una Constitución que claramente prohíbe la reelección – no debería haber participado.

Desbaratado también la división de los poderes. Democracia adios…

Nayib Bukele, en efecto, no ha derrotado en estos años, al menos momentáneamente, solo a las maras. En el camino ha – y no momentáneamente, al parecer – desbaratado también la división de los poderes, alimento indispensable de toda democracia. Bukele lo controla hoy todo: desde el poder judicial (empezando por la Corte Suprema que, con risibles argumentos, hace dos años aprobó su reelección), hasta el Parlamento (que abre y cierra a su antojo) y los medios de comunicación (que, siempre a su antojo, limita y castiga). Y el CECOT se ha convertido en todo un símbolo – brillante y macabro al mismo tiempo – de su carrera hacia el poder absoluto.

Brillante – al menos a sus ojos y a los de sus más fervientes admiradores – porque es, a todos los efectos, el elemento central, el símbolo, el espejo de lo que, en perfecta asonancia con los peores casos de culto a la personalidad que han marcado la historia latinoamericana, se está convirtiendo rápidamente en un proceso de deificación personal. Al mismo tiempo macabro porque, arquitectónicamente y funcionalmente concebido como una especie de “chicken farm”, uno de esos aviarios superpoblados que por todas partes provocan el más que justificado horror no solo de los animalistas, el CECOT ha ido mucho más allá de su función original de estructura de emergencia destinada a eliminar una plaga – la de las pandillas – que iba transformando a El Salvador en un clásico Estado fracasado. Hoy esa “cárcel modelo” es, en la lógica de Bukele, un monumento que exhibir a exaltación de la gloria patria, la prueba probada, el visible símbolo del poder y de la invencibilidad de un Dios despiadado. O, más propriamente, de un “libertador” del que mañana será muy difícil liberarse.

Perdáis toda esperanza o vosotros que entréis. En el CECOT se entra sin previo juicio. Y solo una pequeña minoría es sometida después a procesos “en remoto” con sentencias ya escritas y, en ningún caso, inferiores a cien años. Quien cruza ese umbral – no importa si es inocente, porque “esta es una guerra” y cada guerra tiene sus “daños colaterales” – pierde de inmediato, en su totalidad, su humanidad. Y, con su humanidad, pierde, por supuesto, también todos derechos, incluido el de morir. Porque más allá de esos muros de hormigón armado y en esos estantes de metal donde son amontonados como pollos seres que una vez fueron hombres – a menudo delincuentes de la peor calaña, pero aún así hombres – uno solo puede desear morir sin que, debido a la constante vigilancia, haya posibilidad de suicidio. Y si en efecto se muere (en ausencia de datos oficiales se calcula que al menos 200-300 de los actuales 14 mil prisioneros reconocidos por el gobierno han muerto en estos dos años en los círculos de ese infierno) simplemente se desvanece en una nada que no es, como en el original dantesco, que la eternización de la pena. En el CECOT nadie tiene un nombre y nadie tiene una tumba. En el CECOT no hay vida ni memoria. Y, por lo tanto, tampoco hay muerte. O, más exactamente, solo hay muerte.

Era inevitable que, en una relación de verdadero amor, todo esto tarde o temprano (más temprano que tarde) se cruzara con Trump y su política de deportación de inmigrantes. Mejor: de pertenecer a una especie (des)humana que sin excepción – a menos, por supuesto, que no se trate de personas de raza blanca llenas de títulos, doctorados y dinero para invertir – son considerados por él (¿cuántas veces lo ha repetido Trump?)  “delincuentes, violadores, asesinos y enfermos mentales” que “envenenan la sangre de la nación”. Y así fue. Aplaudiendo con entusiasmo la victoria electoral del nuevo/viejo presidente de EEUU, Bukele casi inmediatamente ofreció generosamente a Trump sus servicios como carcelero “global”. Lo hizo ofreciendo a Trump – y a cualquier otro cliente potencial – una versión invertida de la frase inscrita a los pies de la Estatua de la Libertad, aquella que, a la entrada de la bahía de Nueva York, recita “give me your tired, your poor…” envíame a tus postrados, tus pobres… Quieres librarte de los “delincuentes, violadores etc. etc…” que cruzan ilegalmente tus fronteras (no pocos de ellos salvadoreños)? Dámelos. Envíalos aquí. Precios módicos (20 mil dólares por sujeto) y absolutamente garantizado el no retorno. Un vuelo, una entrega y listo, te has quitado las molesia, más bien, las molestias, de una vez por todas. Fuera todo, Desaparecido para siempre, como las manchas “difíciles” en los anuncios antiguos de un detergente.

Primera entrega: 288 venevuelanos

Primera expedición, llevada a cabo invocando la Alien Enemy Act de 1798, ley aplicada hasta ahora solo durante las dos guerras mundiales: 288 inmigrantes venezolanos. Todos, según las autoridades migratorias del ICE, la policía fronteriza encargada de las deportaciones, parte de lo que Trump considera una “invasión” y protagonista de una verdadera y propia violenta “ocupación” del territorio nacional. Es decir: todos miembros muy peligrosos de otra de las más nefastas bandas criminales de origen “latino”: el Tren de Aragua, nacido en tiempos relativamente recientes en las cárceles de Tocorón, hace un par de años teatro de una sangrienta batalla entre los presos y el ejército venezolano, y luego se extendió por todo el continente. Dirigiendo la operación fue, en primera persona Kristi Noem, actual secretaria de Seguridad Nacional – más o menos el equivalente a nuestro Ministerio del Interior – quien ya tristemente saltó a los titulares hace un año por haber contado con muy orgullosos acentos, en una autobiografía suya, como ejecutó sin piedad ni remordimientos, en una cantera de grava cerca de su casa, un cachorro de wirehair pointer, Cricket, culpable de haberle arruinado, por indisciplina, una cacería. Y – justo por perder la costumbre, también una cabra cuyo olor –  un olor a cabra cabe pensar – no le reultaba agradable.

Terminada la entrega, Noem no ha perdido la ocasión de recorrer a toda prisa los pasillos del CECOT, y para lanzar, frente a uno de los gallineros, una muy severa advertencia: “Esto – dijo señalando a los hombres-pollos envueltos en la espalda – es lo que espera quien entra ilegalmente en EEUU y viola nuestras leyes”. Es una pena, realmente, que Cricket no pudo escuchar. Habría entendido, ese pequeño cachorro, cuán benévola había sido su suerte en esa cantera de grava. Un golpe y listo. Ni siquiera la obligación, como suele ocurrir en circunstancias similares, de cavar previamente su propia tumba.

Todos miembros del infame Tren de Aragua?

¿Todos los miembros del infame Tren de Aragua los 288 deportados? La operación – una “operación de guerra”, la han definido – ha sido, en nombre de la “seguridad nacional”, llevada a cabo en absoluto secreto. No hay cifras (si no el total de los deportados), no hay nombres, no hay pruebas. Investigaciones de prensa muy precisas – en Estados Unidos, a pesar de Trump, la libertad de prensa todavía existe – han llegado, sin embargo, con mínimas diferencias, a esta conclusión. Los deportados acusados de delitos graves fruto de las actividades de bandas o pandillas – asesinatos, secuestros, extorsiones – no son en realidad que, aproximadamente el 3 por ciento del total. Otro 10 por ciento parece responsable de delitos menores, pequeños robos en tiendas, conducir sin licencia. Todos los demás no tienen, en los EEUU, ningún registro penal de cualquier naturaleza. El ICE afirma en general que, más allá de toda duda razonable, los ha identificado como miembros del TdA, gracias a los tatuajes grabados en su piel. Un pequeño detalle. Contrariamente a los miembros de las maras salvadoreñas – Salvatrucha y Barrio 18 – los integrantes de Tren de Aragua no usan tatuajes que revelen su afiliación. ¿Por lo tanto?

Por lo tanto, parece más que probable que muchos de los deportados nada, en realidad, tienen algo que ver con cualquier banda criminal. Es arriesgado pensar que muchos de ellos son, a la prueba de los hechos, residentes legales o, más a menudo, refugiados en espera de ver su caso examinado, como lo exige la ley, por un juez. Ya son muchas y muy diversas las historias que van surgiendo a este respecto. Historias de hombres y tatuajes. Historias criminales. Donde el único crimen verdadero no es, sin embargo, el que presuntamente comete el deportado, sino el de su deportación. Hay la historia de Andri José Hernández Romero, maquillador profesional, homosexual, arrestado, deportado y encerrado en el CECOT a causa de dos tatuajes con corona (figura del ICE totalmente arbitrariamente considerada un símbolo del TdA): uno en el brazo derecho con el nombre del padre y otro en el brazo izquierdo con el nombre de la madre (ambos fallecidos recientemente). Es como decir: ellos son mi rey y mi reina. Y está la historia de Jerci Reyes Barrios, aspirante a futbolista profesional, totalmente sin antecedentes penales, que había tatuado en su antebrazo, obviamente rematado por una corona, el escudo de armas de su equipo favorito, el Real Madrid.

Pero la historia más significativa – porque en este caso imposible fue, a pesar de los “secretos de guerra”, no reconocer la absoluta arbitrariedad de su arresto y, sobre todo, de su deportación – es el de Kilmar Armando Abrego, salvadoreño, desde hace años en los Estados Unidos con visado regular de refugiado, casado con una ciudadana americana y padre de un niño con discapacidad de cinco años. Debido a una denuncia anónima, Kilmar ya había sido evaluado hace años por la justicia estadounidense como posible miembro de la M13. Ed salió del juicio más limpio que nunca. La sentencia, de hecho, no solo lo había liberado de la acusación, sino que había reconocido que, precisamente a causa de las amenazas recibidas del M13, Kilmar había tenido que abandonar su país. Y tenía por ello, esa sentencia, expresamente, perentoriamente prohibido su deportación.

Kilmar Armando Abrego, por lo tanto, no solo no era miembro de ninguna pandilla, sino que de las pandillas era una víctima. Y era, por ley, no deportable. Por eso, llamado a explicar el caso frente a un juez federal, también el abogado que en la audiencia representaba al Departamento de Justicia – hoy dirigido por Pam Bondi, ya abogada personal de Donald Trump y del trumpismo verdadero y propio “pasdaran” no ha podido más que reconocer el error (definido eufemísticamente un “error administrativo’, como si se tratase de una firma colocada en el lugar equivocado) de su deportación.

Error reconocido, error corregido? Ni hablar. El Departamento de Justicia se ha opuesto con ferocidad, llevando el caso ante la Corte Suprema, a la sentencia por la que, la semana pasada, Paula Xinis, la jueza federal en cuestión, en nombre de la más elemental decencia humana, había ordenado que el deportado fuera llevado a casa antes de la medianoche del lunes pasado.  No solo eso. Pam Bondi también ha despedido a los dos pies, acusándolo de no haber luchado debidamente, el abogado que, frente a la Xinis había reconocido – ni podía hacer otra cosa – el “error administrativo” mencionado anteriormente. Para Trump, cuando se trata de inmigrantes, no hay error ni sentencia que valga. Todos envenenan la sangre de la nación. Todos son, independientemente, a deportar. Mejor si en un lugar como el CECOT de la que no se sale, ni vivos, ni muertos. Para el DOJ trumpiano Kilmar no solo no debe, sino no puede ser llevado a casa, porque ahora se encuentra fuera de la jurisdicción de los Estados Unidos. Que Bukele se ocupe de él.

 ¿La respuesta de la Corte Suprema?  Antes de un sobrio, desapegado comunicado con el que el Chief Justice John Roberts, el lunes pasado, anulaba la sentencia dictada por la jueza Paula Xinis, en espera de una evaluación más profunda del caso. Gracias a que, 24 horas después, el Tribunal envió a Kristi Noem – sí la que horas antes se había exhibido frente al gallinero – una “order unsigned” (de hecho una especie de exhortación no vinculante) con la que pide al Homeland Security iniciar procedimientos para “facilitar el regreso del señor Abrego García a los EE.UU.”. En el momento de escribir este artículo aún no se conocía la respuesta del gobierno. Pero es lógico suponer que, frente a esta “exhortación”, este último acabe por reafirmar, ante el Tribunal de distrito que debe examinar el caso – su tesis original. La de la imposibilidad técnica de ordenar el retorno de un preso que se encuentra, en lo sucesivo, fuera de la jurisdicción estadounidense. Lo que parece anunciar, en el mejor de los casos, un largo legalismo tira y afloja con final incierto. Kilmar puede, mientras tanto, permanecer tranquilamente – permanecer para siempre, si la voluntad del gobierno prevaleciera frente a la muy tímida opinión de la Corte Suprema – en el infierno del CECOT. Libre para convertirse en el primer verdadero “desaparecido” de esta espléndida América post-democrática, que se dirige a una nueva “edad de oro”.

Y otros seguiran……

El primero de una larga serie. En el mismo día la Corte Suprema, esta vez convocándose en sesión plenaria, respondió también, cinco votos contra cuatro, a otro perentorio judicial – aquel, ya citado, emitido por el juez federal James Boasberg, “loco de izquierda” – con el que se imponía, en nombre del sagrado principio constitucional del derecho a un “juicio justo”, el regreso a casa, para una justa valoración de su caso, de los 288 deportados venezolanos tragados por el agujero negro del CECOT. Y lo hizo con una sentencia que – ignorando “todos los aspectos del sufrimiento humano”, como señalaron en su desacuerdo los cuatro jueces de la minoría – parece destinada a permanecer en la historia como una obra maestra muy vergonzosa de hipocresía y cinismo.

Ciertamente, recita en esencia la sentencia que anula la orden emitida por James Boasberg, todos – y por lo tanto también los deportados – tienen derecho a una previa “revisión judicial”. Es una pena que la solicitud de esta verificación haya sido presentada, en este caso, en la jurisdicción de Washington D.C. y no, como debería haber sido, en la de Texas, donde los “deportados” se encontraban en ese momento.

Otro “error administrativo”, en resumen. Otro “Oops, demasiado tarde”. El “presidente vitalicio” Nayib Bukele, en su divina clarividencia, tenía razón. Los deportados, superado el ceremonial de humillación y deshumanización impuesta por el rito de ingreso, han entrado en el CECOT. Y, como el diamante, el CECOT es para siempre. Para ellos – no importa quiénes son ni de qué son culpables – el tiempo se ha acabado. Qué lástima, demasiado tarde. Demasiado tarde para ellos, los deportados, demasiado tarde para la democracia americana. Demasiado tarde para todo. “Oops, too late”. Cuatro palabras que parecen una profecía. Y que un inconfundible sonido: aquel, burlón, de la sonrisa de un verdugo. De Nayib Bukele, el verdugo más “cool”, guapo, del planeta Tierra.

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