Todo el poder a los multimilionarios

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El próximo 20 de enero Donald J. Trump, el mismo Donald J. Trump que hace cuatro años se negó a dejar pacíficamente la Casa Blanca, a la Casa Blanca volverá, después de ganar las elecciones del pasado 5 de noviembre, como absoluto y esta vez “pacífico” triunfador. El hombre que el 6 de enero de 2021 había infligido a la democracia estadounidense la más inédita y sangrienta de las heridas lanzando a sus seguidores contra Capitol Hill, ha ahora reconquistado con su voto lo que, en contra del voto – es decir: negando con el fraude y la violencia el resultado de las urnas – había intentado en vano mantener hace cuatro años. Un hombre cuya aversión o, mejor dicho, su ajenidad a la democracia, es ya desde casi una década – y en rossiniano creciendo – ante los ojos de todos, ha ahora conquistado más bien, reconquistado democráticamente, el liderazgo del país.

No era obvio que esto sucediera. Pero era evidente que, incluso si Kamala Harris hubiera – como parecía posible – logrado prevalecer de un soplo, los resultados electorales habrían reflejado o, peor aún, sancionado la realidad de una no transitoria, histórica crisis de la democracia americana.

En términos estrictamente numéricos, Trump ha ganado por medida. Cifras en la mano, muy lejos su victoria aparece – considerando solo los años de la posguerra – de las avalanchas (landslides) que, a su tiempo, acompañaron los aplastantes triunfos de Lyndon Johnson contra Barry Goldwater (1964), de Richard Nixon cntra George McGovern (1972) y Ronald Reagan contra Walter Mondale (1984). Más aún: incluso si se compara con el precedente más inmediato y directo – la victoria sobre él de Joe Biden hace cuatro años – parece muy modesta, en el plano aritmético, la “revancha” de Donald Trump. Esto a pesar de que justo su regreso en el 1600 Pennsylvania Avenue ha demostrado hoy, a muy corto plazo, la fragilidad intrínseca de esa victoria. En noviembre de 2020, Joe Biden había conquistado la Casa Blanca al ganar el voto popular con una ventaja de siete millones de votos (con un 51,7 por ciento del total nacional y 4,5 puntos de ventaja sobre el oponente). Y, en la obsoleta y abstrusa lógica de los Colegios Electorales, había conquistado el 57 por ciento de los “grandes electores”, gracias a 150.000 votos de ventaja en cuatro estados: Michigan, Pennsylvania, Wisconsin y Georgia. Los mismos estados (Georgia excluida) que, en 2016, habían garantizado, por poco más de 80.000 votos, la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton (que, conviene recordarlo, había ganado el voto popular con una ventaja de 3 millones de votos).

El pasado 5 de noviembre, Trump ganó el 58 por ciento de los votos electorales, gracias a un modesto cambio de voto (233.000, poco más del 0,1 por ciento del total) una vez más en Michigan, Pensilvania y Wisconsin. Gracias a la balcanización y al patético atraso del sistema electoral de EEUU, en el momento de escribir este artículo, tres semanas y pasa después del cierre de las urnas, todavía se iban, aquí y allá, contando los últimos restos de votos. Pero se daba por sentado que el porcentaje total – lo que Trump se había apresurado a calificar como “un triunfo nunca antes visto”, a nivel planetario – no superaría el umbral del 50 por ciento, con una ventaja final sobre Harris entre el 1 y el 2 por ciento. Casi todos, antes de esta “victoria sin precedentes”, habían hecho numéricamente mejor, o mucho mejor que él. Bush padre en el 88, Bill Clinton en el 92 y en el 96, George W. Bush en el 2004 y Barak Obama en el 2008 y 2012.

Y también otros números, no estrictamente relacionados con las elecciones, cuentan una historia similar. Antes de la votación, las encuestas indicaban que Donald Trump tenía índices de aprobación de poco más del 42 por ciento. Inmediatamente después de su victoria triunfal, estos índices se elevaron a 44 por ciento. Todo esto confirma otra – y, en este caso, también política – verdad estadística. Donald Trump es, desde que se calculan estos números, el único presidente que, en términos de popularidad, nunca ha logrado alcanzar el umbral mágico mencionado anteriormente. Eso, precisamente, del 50 por ciento. Por debajo de esta línea fatal había permanecido – oscilando entre el 37 y 45 por ciento – durante todos sus cuatro años de presidencia. Allí – en estos espacios no precisamente luminosos – todavía se encuentra, mientras que con un estilo decididamente “imperial” anda celebrando la reconquista de la Casa Blanca. Y parece que allí se quedará por los días venideros.

Un triunfo absolutamente devastador, pese a los numeros

Sin embargo, no obstante la escasez de las cifras – y a pesar de la perdurable impopularidad del ganador o, paradójicamente, precisamente en virtud de su perdurable impopularidad – la victoria de Donald aparece, por sus consecuencias políticas e históricas, absolutamente devastadora. Las “avalanchas” de las pasadas elecciones señalaban, en efecto, movimientos sismológicos – “realignments” se definen en la jerga política made in USA – entre fuerzas políticas que, sin embargo, aunque desde posiciones muy distantes y con muchas y muy premonitorias zonas de sombra, se reconocían en valores democráticos comunes. Esta vez – y no importa por cuánto tiempo – ganó al contrario la antidemocracia. Y gano – poco importa lo que digan los números – en todos los sentidos: político, social, ético. La victoria de Donald Trump es el punto final de un largo proceso, la explosión de una epidemia cuyo virus siempre ha circulado, más o menos dormido, en las venas de la “democracia más antigua del mundo”. Es una enfermedad antigua, ahora se ha convertido en crónica. Y no solo eso: esta victoria en realidad representa mucho más – y mucho peor – que un simple triunfo de la antidemocracia. Representa su normalización, la sanción de su estado de permanencia. Por primera vez – peor, por segunda vez, ignorando las lecciones de la primera – América ha elegido (de nuevo: no importa por qué margen) a un presidente no democrático. Más exactamente – queriendo reiterar las inequívocas palabras pronunciadas por el general Mark Milley, jefe de los Estados Mayores Conjuntos en los tiempos de la primera presidencia Trump – ha llevado por el voto a la Casa Blanca “a fascist to the core”, un fascista en lo más profundo del alma.  ¿Cómo y por qué?

Las reglas de toda buena novela negra nos enseñan que para comprender plenamente las razones y los mecanismos de un crimen es necesario siempre volver al lugar del delito. O, en el caso de esta estadísticamente pequeña pero históricamente devastadora vuelta electoral, en el punto donde mejor se pueden identificar los restos no aún cadavéricos, pero ciertamente agonizantes de la democracia americana, el lugar donde se escribió la página de crónica que mejor puede contarnos, revirtiendo la lógica del famoso cuento, cuan fea – la más feo del reino, o de la historia patria – sea, para la democracia americana y no solo americana, la última victoria de Donald Trump.

A lo largo de una campaña electoral que se desarrolló entre el mesianismo del mensaje (solo yo puedo salvar a América y al mundo de la destrucción) y la demencia de su retórica  (la que él mismo, desafiando con orgullo el ridículo, ha llamado “the weave”, el tejido, la trama), Donald Trump nos ha dado una muy amplia posibilidad de elección. Pero es probablemente en la pequeña ciudad de Springfield, en el condado de Clark, en el estado de Ohio, donde mejor se puede captar el sentido de las cosas, la tenebrosa profundidad de la crisis de identidad y valores de la que la victoria de Trump y del trumpismo – es decir, de Trump más allá de Trump – es la última expresión.

Fue en Springfield donde, al final de la campaña, nació – y probablemente vivirá para siempre, transmitida por los anales como ejemplo perenne de indecencia política – la más “bestial” de las muchas noticias falsas puestas en circulación durante la campaña presidencial. Bestial en el sentido más literal, ya que precisamente de perros y gatos, así como de patos, contaba. Fue puesto en circulación, esa “noticia”, por J.D. Vance. running-mate de Donald Trump y senador de Ohio, según el cual, come le habían contado angustiadas denuncias de sus electores, una práctica indecente y bárbara iba trastornando la antaño tranquila y ordenada vida de la ciudad. Los inmigrantes haitianos (todos negros, muy negros, peor aún, todos llegados un “shithole country”, un país de mierda) estaban secuestrando y devorando, supuestamente todavía vivos, perros y gatos propiedad de la población indígena blanca. Y, no contentos, la misma suerte les habían reservado a los patos que, antes de su llegada a la ciudad, iban nadando libremente y alegremente en el estanque del parque local.

La noticia era falsa. Tan descaradamente y groseramente falsa que se desinfló – y se desinfló en el ridículo – en un par de horas. No hubo ningún secuestro de perros, gatos o patos. Ni, mucho menos hubo actos de canibalismo contra los pobres animales. Todo había nacido de la denuncia de una señora que, asustada por la desaparición de su perrito – casi inmediatamente encontrado libre y coleando – por alguna razón (¿prejuicio racial?) había hipotizado un secuestro con fines, llamémosles así, alimentarios. Lo que J.D. Vance había hecho con tan tajante indignación era, simplemente, una mentira. Pero como todas las mentiras – incluso las más vulgarmente instrumentales, como en el caso – tenía su propia base real. Springfield era (es) realmente un lugar de inmigración muy intensa y rápida, casi en su totalidad compuesta por haitianos. En total 12 o 15 mil almas añadidas, en el transcurso de unos pocos años, a una ciudad de poco más de 70 mil habitantes. De hecho, una ciudad – “otra” y “diferente” – dentro de la vieja ciudad. Más que suficiente, todo eso, para desordenar, en un obvio shock cultural y social, paisajes y costumbres, poniendo bajo presión todas las estructuras públicas: escuelas, hospitales, tráfico, servicios de todo tipo.

Que la llegada de los haitianos haya producido, en el de Springfield, una crisis es un hecho. Pero no fue en absoluto, esa llegada (o esa bárbara “invasión”, si se quiere usar las palabras de Vance), el producto de una crisis. Fue, por el contrario, la consecuencia de un renacimiento. O, más concretamente, de un muy repentino “boom” económico. Breve resumen de la historia. Springfield es, desde hace ya muchas décadas – digamos desde que, reinante Reagan y a la sombra de una creciente globalización de la economía mundial, se ha iniciado el proceso de desindustrialización del Medio Oeste – parte integrante de lo que va, desde entonces, bajo el nombre de “rust belt”. Es decir: el cinturón de la herrumbre, oxidado y esquelético como las fábricas que, una tras otra, han cerrado sus puertas, empobrecida y alienada, robada de su identidad histórica “blue collar”, obrera. Gracias a una política de incentivos económicos practicada por la local Cámara de Comercio y, aún más, en virtud de las subvenciones decretadas por las políticas económicas del gobierno Biden – sí, por las tan desalentadas políticas económicas del gobierno Biden, las que, según la más difundida de las actuales narraciones, han suscitado la furia castigadora de clase media y trabajadores  – una serie de nuevas actividades manufactureras y, aún más, de servicios han vuelto a encender en los últimos años una luz que parecía haberse apagada para siempre.

Es en este marco o, si se prefiere, bajo esta luz que los haitianos – en la gran mayoría de forma absolutamente legal, con visado temporal para refugiados – han llegado a Springfield. Todos, o casi todos, reclutados por agencias especializadas y destinados a cubrir puestos de trabajo que, indispensables para no volver a la oscuridad, habrían quedado vacantes.

“Buena gente, gente bienvenida, que trabaja…”

Tanto el gobernador de Ohio, Mike DeWine, como el alcalde de Springfield, Rob Rue, habían en seguida hecho pública esta simple verdad en términos inequívocos. Ambos republicanos y ambos perfectamente concordantes en dos puntos esenciales. El primero: al definir “garbage”, basura, las noticias relativas a los secuestros, con comida adjunta, de perros, gatos y afines. Y, segundo punto, al reclamar el fin de una campaña de mentiras – la que, precisamente, había sido desencadenada por la “indignada” denuncia de J.D. Vance – que iba creando nuevas y peligrosas tensiones en una comunidad ya inmersa en un difícil proceso de integración. En las horas y días que siguieron a esa denuncia, muchas escuelas, especialmente las más frecuentadas por los hijos de haitianos, habían tenido que cerrar sus puertas por amenazas de atentados. Y un clima de miedo se había apoderado de aquella ciudad repentinamente acabada, a causa de una mentira, bajo los focos de todas las crónicas políticas. ” Los inmigrantes – había perentoriamente declarado Rob Rue – son buena gente, gente bienvenida, que trabaja y que se va integrando en el tejido social de la ciudad. Ninguno de ellos come perros o gatos. Y no corren algún peligro los patos que pueblan nuestros parques”. Basta de mentiras.

¿Historia cerrada (y cerrada, como es justo, en ridículo)? Para nada: historia apenas comenzada. Porque una semana después – cuando no había duda de la absoluta y grotesca falsedad del relato – la noticia fue recogida, con mucha énfasis, por Donald Trump en el medio de su debate televisivo con Kamala. Y esto, por supuesto, al fin de confirmar los efectos destructivos de la inmigración, o mejor dicho, de una invasión alienígena de “violadores, asesinos, delincuentes y enfermos mentales”. Todos, sin excepción, enviados a los EEUU, con la connivencia de la administración Biden, vaciando las cárceles y manicomios de los países de origen y con el objetivo declarado de “envenenar la sangre de la Nación”.

Eso es lo que dijo Trump, frente a los millones de estadounidenses sintonizados en lo que sería el único debate presidencial antes de la votación. Donald Trump y J.D. Vance han repetido hasta el día de la votación, no solo indiferentes al ridículo y a las desmentidas, sino también dispuestos a exhibir como una medalla al honor patrio, la indecencia de su propia mentira. Como muy bien, en medio de la escena, se preocupó por explicar J.D. Vance, el hombre que podía jactarse (y de hecho abiertamente se jactó) de la paternidad de aquella historia de perros y gatos. Si para denunciar los sufrimientos que la inmigración causa a la población de Ohio y en toda la Nación, fuera necesario seguir relatando historias que luego resultan ser solo parcialmente verdaderas – había precisado con tono muy picado el próximo vicepresidente en una entrevista televisiva – esto él heroicamente continuaría haciendo en nombre, no solo del interés nacional, sino también de la libertad de expresión hoy tan gravemente amenazada por la censura de la cultura dominante y elitista “woke”. Mentir es un derecho sagrado garantizado por la Constitución, más bien es la verdadera base de la libertad de expresión. Denunciar la mentira es, en cambio, censura, oscurantismo. También de estas cosas esté hecho el trumpismo.

No solo por perros y gatos Springfield fue, durante la campaña electoral, el centro de atención de las noticias. Un par de semanas antes de que J.D. Vance difundiera la mentira de los haitianos “pet-eaters”, un coche – conducido por un haitiano luego resultado sin licencia – se había chocado con un autobús escolar cargado de niños, uno de los cuales había fallecido. Inmediatamente su muerte había sido – también por J.D. Vance – denunciada como una enésima prueba de la vocación homicida, no solo de los haitianos, sino – como antes – de todos los “delincuentes asesinos y enfermos mentales” que, protegidos por el gobierno, violan en masa las fronteras de la nación. “En Springfield – había declarado el hombre elegido por Trump como su vice – un niño fue asesinado por una persona que no debería haber estado en Springfield”. Y en vez , en Springfield se encontraba, gracias a la nefasta política de fronteras abiertas – una verdadera traición a la patria – practicada por la pareja Biden-Harris.

Springfield como espejo de toda América, representación metafórica de la tragedia de un país que, como Donald Trump ha ido repitiendo obsesivamente en el divagar cada vez más  contorcido de sus “tejidos”, se encuentra ya, en su totalidad, en un “estado de ocupación” que reclama, impone, una verdadera y propia “guerra de liberación”. Springfield como territorio a reclamar, a reconquistar en nombre de Dios y de una América que quiere, de nuevo, volver a ser grande. Grande y blanca. Fue sobre esta base, en la ola de indignación por la muerte de aquel niño, que la falsa noticia de los perros y gatos (para no decir de los patos) había navegado primero (durante unas horas) como clamorosa revelación, y luego (apenas realizadas las primeras verificaciones) como la más descarada de las noticias falsas. Fue aquí, en esta Springfield que Nahtan Clark, el padre del niño muerto (Aiden era su nombre) finalmente tomó la palabra.

“Mi hijo – dijo Nathan en una reunión pública de la Comisión de la ciudad de Springfield – no fue asesinado. Mi hijo, nuestro hijo, murió accidentalmente en un accidente de tráfico provocado por un inmigrante haitiano. Es una vergüenza que su nombre sea usado hoy para sembrar rencor y separación”. Si Trump o Vance quieren seguir “vomitando odio contra los inmigrantes o contar mentiras sobre comedores de perros y gatos – había añadido Nathan – que lo hagan, y asuman la responsabilidad de sus mentiras. Pero no se atrevan a hacerlo en el nombre de Aiden Clark, de Springfield, Ohio…”.

Trump y Vance se atrevieron. Lo hicieron repetidamente y, haciéndolo, con absoluta y muy trumpiana naturalidad han cruzaron – impunemente y victoriosamente – la frontera que separa una simple mentira de una mentira con infamia. El verdadero final – la verdadera, amarga lección, si queremos – de la “emblemática” historia de los perros y gatos de Springfield es precisamente esta. Trump y Vance ganaron. Ganaron nacionalmente. Y también ganaron allá donde, despiadadamente desnudadas por las palabras de un padre que había perdido a su hijo, más nítidas habían surgido, con la fuerza trágicas de una caricatura, todos los componentes filosóficos y humanos del trumpismo: su amoralidad, su hipocresía, su básica indecencia, su arrogancia, el odio al servicio del racismo y la xenofobia. Las cifras nos dicen, de hecho, que en el Condado de Clark – el que tiene en Springfield su mayor centro habitado – Donald Trump prevaleció con el 64,2 por ciento de los votos. Un 3,1 por ciento más que hace cuatro años, y un 2 por ciento más que en 2016. Poca cosa, en números. Poca, pero políticamente magnificada precisamente por la mentira y la infamia de quien ha ganado. En Springfield, Ohio, Donald Trump ha, más allá de los números, ganado contra todo y todos. Incluso ridículo. Ganó a pesar de su impopularidad. Y ganó, volviendo al juicio perentorio del general Mark Milley, exhibiendo sin reservas su “alma fascista”.

El partido del culto de Donald Trump

Después de cuatro años de presidencia, que se cerraron con el más grave ataque al sistema democrático y después de una campaña a lo largo de la cual, a cada paso, volvió a mostrar su cada vez más desaliñada vocación autoritaria, Trump ha llegado a esta última cita electoral más fuerte – y con una fuerza estable, destinada a durar – que en 2016, y en 2020. Más fuerte y finalmente ganador. ¿Cómo fue posible?

El análisis del voto nos revela dos verdades. La primera de ellas es, mucho más que una revelación, una confirmación. Trump y el trumpismo han ganado porque son el punto de llegada ya irreversible de la mutación genética de una mitad del sistema político estadounidense, muy rígidamente bipolar. Es decir, del Partido Republicano. Lo que nació hace 170 años como partido de Abraham Lincoln (y de la oposición a la institución de la esclavitud) y se ha transfigurado hoy en el partido del culto de Donald Trump, una mezcla muy magmática de fundamentalismo mesiánico, nacionalismo cristiano, nativismo, complotismo nostálgico. De hecho, el punto de convergencia y de consolidación antidemocrática de corrientes – o contracorrientes – que han acompañado, desde su nacimiento, la historia de los Estados Unidos de América.

Nacida sobre bases igualitarias e iluministas, pero alimentada por una economía en parte sustancial basada en la esclavitud – lo que los padres fundadores eufemísticamente llamaron “la peculiar institución” – la “democracia más antigua del mundo” siempre se ha arrastrado, en una dialéctica sin resolver, su contrario, una siempre presente estela de racismo y xenofobia, abierta al fanatismo religioso y estructuralmente antidemocrática. Es, la de este “contrario”, una historia larga, continua y, en buena parte, institucional. Como institucional fue, en sus orígenes, el esclavismo. Como institucionales fueron, después, la segregación racial en los estados del Sur y las muchas leyes “anti-extranjeros” que, durante un cuarto y pasado milenio, han marcado la historia de lo que en su mejor parte, y no sin muchas buenas razones, le gusta llamarse “un país de inmigrantes”. No fue precisamente Adolf Hitler quien, en su “Mein Kampf”, hizo grandes elogios por el Johnson-Reed Act de 1924 )abolida oficialmente solo en 1965, reinando Lyndon Johnson, como respuesta a la batalla por los derechos civiles) que sobre bases abiertamente racistas y eugenésicas – evitar “the mixing of races”, la mezcla de razas era su objetivo declarado – establecía “cuotas” tendientes a limitar drásticamente la inmigración del Sur y del Este de Europa (o, si se quiere recurrir a la elegante jerga trumpista hoy victoriosa en las urnas: de los “shithole countries”, los países de mierda de aquellos tiempos).

Muy larga – tan larga como la existencia de los Estados Unidos de América – es la historia de esta transfiguración. Y son muchas las etapas por las que ha pasado. Desde el nativismo anticatólico del “Know Nothing Party” de mediados del siglo XIX, al Ku Klux Klan, a las simpatias fascistas de la American Legion y otras organizaciones “patrióticas” en los años 20 y 30, hasta las dos oleadas siguientes del “Red Scare”, desde el macartismo hasta la John Birch Society, pasando por la “southern strategy” de Richard Nixon, hasta el Tea Party y, precisamente, el culto de Trump. O, como alguien lo llamó, al fascismo sin fascistas. En realidad: sin fascista, con referencia obvia a lo que, del movimiento, es el Gran y Mesiánico Líder.

Donald Trump no es un fascista – sostiene esta escuela de pensamiento – porque ninguna filosofía o idea política, ningún modelo de vida, noble o aberrante que sea, puede sobrevivir en un espacio ocupado por completo por el hipertrófico (e inevitablemente ridículo) ego del sujeto en cuestión. Para Donald Trump todo comienza y termina con Donald Trump, todo se consume y desaparece en este total vacío intelectual. Donald Trump es, desde cualquier punto de vista – político, ideológico, cultural o ético – solo una narcisista tabula rasa, un hábitat cerebral dentro del cual solo Donald Trump puede respirar y vivir. Y precisamente por eso – opina, en términos solo aparentemente ilógicos, esta teoría del trumpismo – Donald Trump es un fascista. Mejor dicho: es precisamente por esto que el movimiento semi-religioso al que se refiere es fascista. Porque es en este espacio vacío, y gracias al vacío, que a lo largo de caminos nada fáciles de reconstruir, han podido agregarse en los últimos ocho años, en forma de culto personal, corrientes de pensamiento, viejos miedos, nuevas ambiciones, resentimientos, toxinas políticas y venenos ideológicos – la xenofobia, el racismo, el fanatismo religioso , precisamente – que, desde siempre, como contrapuesto a los principios de igualdad que la fundaron – “We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal…” –  fluyen en las venas de América. Resumiendo: Trump no es, al menos originalmente, un fascista. No puede serlo. Pero fascista es ciertamente el trumpismo.

Cualquiera que sea la solución del problema – es decir: cual sea el análisis correcto de las razones por las cuales una figura tan mediocre y en muchos aspectos grotesca se ha convertido, no solo en un punto de referencia, sino también en un objeto de culto y de un culto fascista – un hecho es cierto: el trumpismo es un elemento fijo, duradero de la política americana. Y, votado por una mayoría de los americanos, es también, desde el pasado 5 de noviembre, una forma de poder democráticamente establecida. Cómo y por qué – y aquí viene la segunda verdad que los resultados electorales han, aunque en términos mucho más contradictorios y nebulosos, definido – muchos americanos, de hecho una mayoría, votaron por un personaje que, fuera del templo, nadie ama? Más exactamente: ¿cómo pudo el que queda, a todos los efectos, el presidente más impopular de la historia de Estados Unidos (al menos desde cuando la impopularidad se mide estadísticamente) volver triunfante, gracias al voto, a la Casa Blanca?

La inmigración y la economía, unidas entre sí por un agudo deseo de cambio

De las urnas salen dos razones, no únicas, pero fundamentales y ampliamente prevalentes: la inmigración y la economía, unidas entre sí por un agudo deseo de cambio. En esencia: aunque no aman a Trump – cuyos índices de aprobación permanecen, es bueno repetirlo, muy por debajo del 50 por ciento – muchos, siguiendo una tendencia post-pandemia casi universal, lo votaron, en primer lugar porque no estaba en el gobierno. Y, en segundo lugar, porque, por desagradable que fuera a sus ojos y oídos, lo consideraban mejor equipado para resolver los problemas de la inmigración y de una economía percibida – a pesar de datos recibidos con aplausos por los economistas – como en pésimo estado. Evidentemente, la realidad que se vive en los pasillos de los supermercados o en las gasolineras es muy diferente a la medida en las “oficinas especiales”.

Tercera, no declarada, pero no por ello menos importante: el divorcio de una parte del electorado – relevante y no estructuralmente trumpista – de la democracia.

Solo así se puede explicar plenamente el voto por Trump. Así y con el hecho de que, paradójicamente – como muchas encuestas revelan – a favor de Trump jugó el hecho de ser Trump. Es decir, el hecho de ser universalmente y legítimamente considerado un mentiroso patológico. Pocos, en esencia, parecen creer que Trump realmente hará lo que dice que quiere hacer. Lo que explica por qué, en esta elección electoral ganó votos en prácticamente todos los estratos sociales y étnicos. Incluyendo aquellos – los hombres latinos y afroamericanos, en particular – que tienen más razón de identificarse con las turbas de “violadores, delincuentes y enfermos mentales” contra cuya “invasión” Trump se prepara, evidentemente sin ser creido, para lanzar una “guerra de liberación”.

Y aquí viene la pregunta de fondo. ¿Cuán fascista será, ahora, la política del fascista Trump? O, dejando de lado un adjetivo (fascista, precisamente) que puede, en última instancia, resultar engañoso: ¿cuántas de las cosas que Trump ha dicho que hará se convertirán en parte de una política real y palpable? ¿Realmente deportará – algo que muchos expertos consideran no solo cruel y económicamente perjudicial, sino también prácticamente imposible – a 15 millones de inmigrantes ilegales? O todo terminará como el famoso muro que Trump prometió en 2016 – sí, el que, debía recorrer todos los 3.000 y pasa kilómetros de la frontera sur y cuya construcción debía ser pagada por México – y que después quedó, para un 99 por ciento, una pura quimera? ¿Realmente remodelará a su imagen y semejanza – como con muy jacobina actitud  delineado en su “Agenda 47” o, aún más detalladamente, en el “Project 2025” de la Heritage Foundation – lo que él y sus más próximos “sugeridores político-filosóficos” aman llamar “deep state”, el estado profundo? Más propiamente: las que en una democracia son las estructuras burocráticas neutrales que, independientemente del signo político del poder ejecutivo, garantizan el funcionamiento del Estado?

Un aspecto de la muy magmática y colorida coalición de fuerzas que se ha concentrado alrededor de él – de su vacío moral y político – hace creer que así será. No solo por razones de venganza personal, como él mismo ha anunciado repetidamente. Ni, aún menos, por motivaciones ideológicas – nada, ya se ha dicho, es más extraño a Trump que la ideología, cualquiera que sea su color -, pero por las razones más prácticas, aquellas que, normalmente, se miden en dinero. Esto, al menos, es lo que se deduce de la gran y llamativa visibilidad que, especialmente en la parte final de la campaña electoral de Trump, ha asumido a Elon Musk, último y muy llamativo producto del nuevo y más avanzado capitalismo tecnológico.

Musk – que según Forbes es hoy también el hombre más rico del planeta – no solo ha depositado directamente en las arcas de la campaña de Trump una enorme cantidad de dinero – más de cien millones de dólares – sino que también ha conducido de forma directa, moviendo un pequeño ejército de propagandistas pagados con dinero suyo, el que va bajo el nombre de “ground game” (el clásico puerta a puerta) en todos los llamados “battleground States”. Y esto sin desdeñar métodos – entre otros un sorteo diario de un millón de dólares, extracto por sorteo entre todos aquellos que, en ese mismo día, invitados por él, se habían registrados para votar – que emitieron, especialmente en Pensilvania, un muy distinto perfume o, mejor dicho, hedor de bananas. Bananas, por supuesto, en el sentido de la homónima y metafórica república.

Así como de bananas se ha ido (y va) perfumando cada vez más “X”, conocido en su día como Twitter, por el mismo Musk comprado hace dos años por 44 mil millones de dólares (cinco veces lo que, según Wall Street era su verdadero valor de mercado) y transformado, en el nombre de una “absolutista” defensa de la libertad de expresión, en un instrumento de propaganda trumpiana. Fue precisamente a través de “X” que Musk personalmente, en la última cola de la campaña, difundió una amplia serie de noticias falsas sobre intentos inexistentes de fraude electoral. Justo en el caso – no tan remoto según las previsiones de la víspera – que Kamala Harris saliera, como Biden en 2020, ganadora de las urnas.

El primer compadre

Por Trump nombrado “first-buddy”, el primer compadre, Elon Musk ha estado en la clausura de campaña – y continuó siendo después del triunfo electoral – una presencia constante al lado del jefe del culto. Y de este último recibió – junto con Vivek Ramaswami, otro gerente tecnológico que se lanzó a la política (participó sin éxito en las primarias republicanas) – el informal encargo de reformar el Estado. Objetivo declarado: cortar ramas secas y ahorrar dinero, recuperar la productividad y la eficiencia, generar finalmente la histórica, indispensable actualización (upgrade) de un software – así escribió uno de los más entusiastas partidarios de la empresa – cuya primera versión, la 1.0, fue emitida en el año 1776. Por eso, ya hoy, mientras Joe Biden sigue sentado en el “resolute desk” de la Oficina Oval, Trump y su “primer compañero” han anunciado la creación de una nueva agencia gubernamental: el DOGE, Department of Government Efficency.

Elon Musk no es un teórico. O, mejor dicho, nunca ha acompañado sus actividades empresariales, aunque alimentadas por magníficas visiones de un futuro marcado por grandes avances tecnológicos y conquistas espaciales, con la definición de una ideología específica. Lo que, en cambio, en los últimos cinco años, ha hecho sistemáticamente, con presencia menos llamativa pero muy concreta, Peter Thiel, otro brillante producto de Silicon Valley que, junto con Musk, fundó PayPal, la gran y hoy semi-monopolista empresa de pago en línea. Peter Thiel ya había tomado abiertamente el lado de Donald Trump – que él identificó como el hombre del futuro – en 2016.  Y por razones similares, en los últimos años también ha financiado la carrera de J.D. Vance. La una y la otra cosa en nombre de una precisa idea política: la de la obsolescencia de la democracia, de la ya insanable contradicción entre el gobierno del pueblo y la que él – en línea con el libertarismo capitalista, o capitalismo radical o, en los casos más extremos, anarco-capitalismo – llama “libertad”, la libertad. Obviamente identificada con la no interferencia estatal sobre el único derecho – el de propiedad – que realmente cuenta, porque es de él que deriva todo otro derecho.

Esto es lo que escribió Thiel en su libro “The education of a Libertarian” publicado en 2009, en el que rechaza abiertamente cualquier forma de sufragio universal – con una particular aversión por el voto concedido a las mujeres -, de hecho, propugnando la creación de una nueva y preiluminista aristocracia tecnológica-empresarial. En esencia: la privatización de todas las funciones públicas. Todo ello en la lógica más “revolucionaria” de un capitalismo que, en su “fase extrema”, se convierte finalmente en Estado. Ya no una persona un voto, como impone la democracia, sino una acción un voto, como en toda “corporación” que se respete. No son ideas nuevas las de Thiel. Más bien: no son sino la confirmación de lo que, a la luz de la Historia, aparece como el común, inevitable y muy triste destino de todo el capitalismo radical y anarcolibertario, por un lado alimentado por un semi-rreligioso, misticamente tecnológico y autoreferente culto del futuro, y, por otro lado, dispuesto a encontrarse, en una relación de afinidad electiva, con el más remoto y, a menudo, oscurantista pasado.

La historia es conocida. Fue a la corte sangrienta de Augusto Pinochet, en Chile, que los Chicago Boys de Milton Friedman fueron, con su consentimiento, a experimentar las ideas del maestro. Lo que, en parte, en una ostentosa visita a Santiago, hizo también Friedrich von Hayek. David Friedman, hijo de Milton y autor de “The Machinery of Freedom” considerado un clásico del anarco-capitalismo, terminó saltando para atrás, más allá del iluminismo y del humanismo, para ubicar teóricamente en la edad media islandesa – donde la ley era administrada privadamente en todos sus aspectos – la fuente más pura de inspiración para el futuro del mundo. Murray Rothbard, el economista ultraliberal al que se debe la invención del término “anarco-capitalista”, en 1992 terminó su parábola, después de haber abrazado toda forma de oscurantismo (por él definido “paleolibertarismo”) entre los brazos del K u Klux Klan de David Duke… Es a través del filtro de estas ideas, que anuncian el sol del porvenir mirando a la noche de los tiempos, que se puede entender mejor el sentido último no solo del DOGE y de la relación de sentidos amorosos entre Trump y Musk, sino también el más general del voto del 5 de noviembre. O, si se prefiere, del fascismo – si así lo queremos llamar – que de ese voto ha sobresalido. Especialmente si se considera que una parte muy importante de las empresas fundadas y directas por Musk – Tesla, SpaceX y otras – dependen de cientos de miles de millones de dólares, precisamente de los subsidios y comisiones del Estado que deben reformar.

Aquí es donde, de nuevo, el olor acre de las banans vuelve. Es decir, el antiguo olor de la más viciosa, clásica y – a pesar de las visiones futuristas de Musk – tradicional corrupción. Tal vez no suceda nada. Quizás tengan razón quienes hoy escriben que, el matrimonio entre Trump y Musk está destinado, por absoluta incompatibilidad entre los dos opuestos, sobredimensionado ego de los cónyuges, destinado a fracasar incluso antes del inicio de la ceremonia de boda (leer: el inicio del segundo mandato de Trump). Además, si realmente se toman en serio la tarea de simplificar los aparatos estatales, Musk y Ramaswami, deberían primero abolir la agencia que crearon y a la que muchos comediantes han comparado con “The Ministry of Silly Walking”, el Ministerio de Caminatas Estúpidas, que en su día se hizo famoso por un sketch de los Monty Pyton. La primera – y probablemente la única – imagen que el DOGE transmite al mundo, es en realidad la de la más colosal – y, en su enormidad, realmente “never seen before”, nunca antes visto, como Trump ama decir de cada una de sus empresas – expresión de un conflicto de intereses. Huelen a antigüedad – un muy rancio antiguo – las “magníficas y progresivas” capitalistas avanzadas por Elon Musk.

Y a su manera dibujan también, en su antigüedad, las líneas de fondo de una verdadera y radical (contra)revolución. Las que – de Lincoln a Trump, precisamente – marcan, en involución antidarwiniana, el paso desde “the Government of the people, by the people and for the people”, el gobierno del pueblo, por medio del pueblo y para el pueblo, por el buen Abraham propuesto en su histórico ” Gettysburg Address, en 1863, hacia “the Government of the billionaires, by the billionaires, for the billionaires”, el gobierno de los multimillonarios, por medio de los multimillonarios y para los multimillonarios, surgido bajo la égida de Donald Trump del encuentro natural entre el capitalismo que rechaza la democracia y el fanatismo religioso, el “tierraplanismo” biblico, el culto a la personalidad, el autoritarismo místico, el racismo, la xenofobia y, en última instancia, el charlatanismo populista que del trumpismo son, por así decirlo, la masa de maniobra.

“The Government of the billionaires, by the billionaires, for the billionaires”

La pregunta es: ¿se puede invertir el camino?  ¿Qué tan profunda, cuán definitiva es la herida infligida a la democracia por los resultados del pasado 5 de noviembre? En estas horas, previsiblemente, son muchos los índices apuntados y pocas las respuestas. La culpa, se dice, es de un Partido Democrático que se ha desplazado demasiado a la izquierda, meciéndose en los meandros de la política “woke”, y del “politically correct”, identificándose, finalmente, con las famosas élites que los populismos de todos colores repudian. La culpa, replican otros, es, por el contrario, de un Partido Democrático que se ha desplazado demasiado a la derecha, regalando al populismo trumpista la América “left behind”, empobrecida y abandonada a sí misma por la desindustrialización del país. En ambos casos – moviéndose a la izquierda o a la derecha – la culpa de un Partido Demócrata que ha perdido contacto con su tradicional base obrera. La culpa, también, es de Joe Biden quien permanecido demasiado tiempo en la carrera a pesar de una presencia cada vez más obviamente senil, ha obligado a Kamala Harris a una apresurada – y finalmente perdedora – carrera de recuperación. Y también es culpa de un movimiento progresista incapaz de moverse y comunicarse en los nuevos territorios sociales….

En la oscuridad de estas horas, entre acusaciones y cuentas, no se puede entrever – vueltos, de nuevo, sobre el lugar del crimen – que la luz de un ignorado, y precisamente por este luminoso momento de humana decencia. El que, en la noche más oscura de Trump, en Springfield, Ohio, lanzó a Nathan Clark en defensa de la memoria de su hijo y contra el odio. Una voz débil hoy perdida en el bullicio de las celebraciones de los vencedores.

No es mucho. O tal vez es demasiado, en esta América y en un mundo que parece querer caminar hacia atrás. Pero hay que empezar por algún sitio.

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